jueves, 11 de octubre de 2012

I have nothing, Whitney Houston

Compartir mi vida,
Llévame por lo que soy.
Porque nunca voy a cambiar
Todos mis colores para ti.

Toma mi amor,
Nunca voy a pedir demasiado,
Solo todo lo que sos
Y todo lo que haces.

Realmente no necesito mirar
Mucho más lejos / más
No quiero tener que ir
Donde no me sigas
No quiero contener otra vez ,
Esta pasion que tengo dentro.
No puedo huir de mí mismo,
No hay ningún lugar para esconderse.
(Tu amor me lo recordará por siempre.)

Tristán e Isolda

Esta pareja de amantes no pertenecen a nadie y son de todo el mundo.

 La historia del amor "involuntario, irresistible y eterno" de Tristán e Isolda, que se prolonga durante toda la vida e incluso después de la muerte, atrajo con fuerza, ya desde sus inicios, a quienes la escucharon. El destino trágico de aquellos dos amantes encadenados de por vida cautivó tan hondo, que de nada valieron las reconvenciones ni los reproches de los predicadores. La historia sobrevivió con fuerza, y su presencia se hace visible aún en nuestros días. De la multiplicidad de versiones originales francesas que se ocuparon de la historia, ninguna sin embargo ha llegado completa hasta nuestros días. El extraordinario romanista que fue Joseph Bédier reconstruyó con sabiduría y precisión, a partir de los fragmentos conservados, la historia de los dos desdichados amantes.



La leyenda

Del niño al héroe

Todo empezó en una batalla: el buen rey Marcos veía como las tierras de Cornualles caían en manos del enemigo. Ante el horror, el fiel rey de Leonís, Rivalen, no dudó en cruzar el mar para ofrecer su espada a la espada amiga. Del final de la guerra no solamente obtendrían la victoria, sino que en virtud de su valentía, el rey Marcos ofrecería a Rivalen la mano de Blancaflor, su hermana. El compromiso no fue un fraude, aquellos dos inocentes se querían, pero su dulce matrimonio fue breve. Tuvieron que volver a su reino para defenderlo de otros enemigos. 

Esta vez, la guerra sólo trajo desgracias: el cuerpo muerto de Rivalen y una tristeza profunda en el corazón de Blancaflor, que el mismo día que trajo al mundo a su hijo, murió y, como no podía ser de otra forma en un día tan triste, le puso por nombre Tristán. Pero el recién nacido no tuvo tiempo ni de llorar, porque los enemigos entraban en el castillo. Con el rey y la reina muertos, solamente quedaba el leal Rohalt para salvarlo: huyó con el recién nacido entre sus brazos y lo haría pasar por su hijo hasta que fuera seguro devolverle al linaje al que pertenecía, el de rey de Leonís. 

Tristán fue educado entre sus hermanastros, pero a los siete años el escudero Governal se hizo cargo de su enseñanza, aquel que necesita todo rey para ser un caballero tanto en las armas como en las artes. 

Fue este aprendizaje el que le salvó la vida cuando, raptado por unos mercaderes de Noruega y finalmente abandonado a la suerte del mar, llegó a tierras lejanas donde lo apreciaron por todos estos conocimientos. Esta tierra era Cornualles y el que más le quería era el buen rey Marcos. ¡Qué gran noticia cuando supieron que la sangre los unía! ¡Qué emoción sintieron cuando el buen rey Marcos vio al fin en los ojos de Tristán los del valiente Rivalen y la bella Blancaflor! Tanta era la amistad que unía ahora a estos dos hombres, que cuando Tristán volvió a Leonís para recuperar su trono, dejó el reino en manos del leal Rohalt, y volvió hacia las tierras de Cornualles, junto al buen rey Marcos. 

Al llegar a Cornualles, el Morholt de Irlanda estaba aterrorizando a los aldeanos: reclamaba trescientas doncellas y trescientos niños por un impuesto ancestral. Ya os lo podéis imaginar, la espada de Tristán fue la única que se levantó para defender Cornualles de aquel tratado prehistórico. El héroe venció, como era de esperar, dejando parte de su espada en el cuerpo del enemigo, que a la vez dejó en el cuerpo de Tristán el veneno de su arma. Una victoria sin fiestas. Días después del combate, Tristán reposaba en una cama emponzoñada. Su cuerpo recubierto de heridas soltada un hedor que sólo el amor del fiel Governal y del rey Marcos podían soportar... pero Tristán puso fin: pidió a Governal que lo metiese en una barca y que lo enviase hacia al mar, una vez lo había salvado de los mercaderes y quizás ahora lo haría del veneno del Morholt.

 

Los venenos de Tristán

Esta vez, el mar le ayudó y le condenó para siempre al mismo tiempo. Lo llevó hasta las manos de una bella dama que lo supo curar, pero que también eran las manos del enemigo, de la sobrina del Morholt y de la hija del rey de Irlanda, Isolda la Blonda, las mismas manos que, sin quererlo, lo llevarían a una vida de errático amor. Pero esto último Tristán todavía no lo sabía, cuando las heridas empezaron a desaparecer y su rostro podía ser identificado, huyó a Cornualles dónde tomaría la fatídica decisión. 

En el castillo del rey Marcos ya había empezado el complot: los varones más recelosos veían con malos ojos la amistad que le unía con Tristán y le exigían descendencia. Cansado de tanta palabrería, el rey Marcos propuso una apuesta: aquella mañana unas golondrinas le habían traído un cabello dorado y sólo se casaría con aquella a quien pertenecía. Tristán se lo pensó y queriendo tapar las bocas de aquellos que lo acusaban de pretender el reino, él mismo se echó de nuevo al mar para buscar a aquella que ya conocía y traerla a los brazos de su amigo. ¡Terrible valentía! 

Cuando Tristán llegó al irlandés puerto de Weisefort, las voces reclamaban al valiente que al fin se desharía del dragón maléfico que cada día bajaba a la aldea y se comía a una familia entera. En la desesperación, el rey de Irlanda había ofrecido la mano de su hija, Isolda la Blonda, al caballero que consiguiese vencerlo. 
 
Es evidente que Tristán no se lo pensó ni un segundo, subió por el camino que le había indicado un caballero fugitivo y comenzó la batalla entre el monstruo y el héroe: la espada de Tristán rebotó en la piel impenetrable del dragón, éste le arrancó la armadura, y con el pecho al descubierto, Tristán le devolvió el golpe una y otra vez. El dragón le ennegreció con su fuego envenenado, pero Tristán le respondió, se levantó y consiguió entrar su espada por la garganta del dragón, hasta llegar al mismo corazón de la bestia que quedó partido en dos. Tristán todavía tuvo fuerzas para cortarle la lengua como prueba de su hazaña, pero el veneno de la bestia ya circulaba por sus venas y entre los matorrales dejó caer su cuerpo vencido. 

El cobarde caballero que había indicado el camino del monstruo a Tristán, volvió aquel mismo día donde estaba el dragón y al ver que estaba muerto pensó el engaño: el caballero que había matado a la bestia seguramente estaría muerto, así que cogió la cabeza del dragón y reclamó la mano de Isolda la Blonda. Al rey le costaba creer que aquel cobarde hubiese realizado la hazaña e Isolda la Blonda, lista entre hombres y mujeres, no quiso claudicar. Reunió a sus sirvientes más fieles y quiso ver la escena del crimen; unos metros más allá de donde se encontraba el dragón muerto, el cuerpo abatido de Tristán clamaba justicia. 

De nuevo la habitación de Isolda la Blonda acogió al héroe para curarlo del veneno y poder demostrar, una vez recuperado, que él había sido el vencedor. La bella dama no reconoció en el rostro de Tristán al asesino de su tío, pero en cambio la espada del héroe habló por él: le faltaba un pequeño trozo que encajaba perfectamente con el que Isolda la Blonda había encontrado en el cuerpo de su tío Morholt, cuando volvió difunto a Weisefort. 

No se lo pensó. Cogió la espada que un día había matado a su tío y la encaró contra Tristán. El valiente no tenía ni armas ni arpas para apaciguar la ira de la bella dama, pero todavía le quedaban las palabras. Despacio, la fue convenciendo de su valor, de por qué había tenido que matar el Morholt, de cómo había luchado por ella para deshacerse el dragón y de cómo había empezado todo cuando unas golondrinas habían traído uno de sus cabellos dorados a Cornualles. 

La princesa se enterneció, pero la ternura no sería igual en el corazón del rey de Irlanda cuando viese delante suyo el culpable de la muerte de su hermano. Así que Isolda, otra vez lista entre hombres y mujeres, le hizo jurar a su padre que siempre guardaría lealtad al héroe que había matado al dragón y que le ofrecería igualmente su mano como esposa. Ante toda la corte de Weisefort apareció Tristán. El odio se podía leer en las espadas que, ahora desnudas, clamaban venganza. Anticipándose a la revuelta, Tristán había pedido que los mejores varones del reino de Cornualles viajaran hacia Weisefort para presentarse en el castillo. Acababan de entrar a la sala donde, con su nobleza, apaciguaron la rabia de Irlanda. 


Las manos del rey de Irlanda unían ahora las de Tristán e Isolda y en aquel bello momento, Tristán prometió en voz alta que llevaría a la dama hasta los brazos del rey Marcos. Duras palabras para el corazón enternecido de Isolda la Blonda, que ahora se sentía traicionada por aquel que ella había decidido defender y que no la quería por esposa. La madre reina, previendo la inmensa tristeza de su hija, preparó una poción mágica en secreto y se la dio a la leal Brangien, sirviente y amiga de la princesa. Cuando el rey Marcos e Isolda bebieran la poción quedarían enamorados –con un amor que pocos mortales podrían entender- hasta el mismo día de su muerte. 

La poción no tocó nunca los labios del rey Marcos. En el barco camino de Cornualles, mientras Brangien dormía el peor sueño de su vida, Tristán e Isolda tragaron por error el líquido encantado. Cuando Brangien despertó ya era demasiado tarde, los amantes estaban destinados a serlo por siempre jamás y en aquel mismo barco se entregaron el uno al otro, traicionando por siempre la lealtad al rey Marcos y entrando en un infierno que los perseguiría el resto de sus vidas. 

Llegados a Cornualles, todo fueron abismos de este mismo infierno para los desesperados: la noche de boda con el rey Marcos, Brangien se hizo pasar por Isolda la Blonda dejando así su virginidad en manos del monarca y guardando a su reina de toda deshonra; después Isolda se iba volviendo loca de desconfianza, hasta el punto de ordenar a dos caballeros la muerte de su amiga Brangien, por miedo a que hablase –¡suerte tuvo Isolda de la piedad de los dos caballeros ante la historia de Brangien, que finalmente pudo volver a la corte en vida, abrazada por la amistad que Isolda le profesaba de nuevo!-; más tarde los varones empezaron a sospechar de los amantes y metieron otro veneno, el de los celos, en el corazón del rey Marcos para que echara a Tristán de su reino. 

Así fue: el rey Marcos finalmente cedió a las malas lenguas, y tras varios intentos fallidos por parte de los varones llegó la prueba concluyente: un hilo de sangre de una herida insignificante de Tristán se podía ver en la cama que cada noche compartían el rey Marcos e Isolda la Blonda. El odio no se hizo esperar y construyó una hoguera para quemarlos el mismo día. Camino de la hoguera, Tristán consiguió escapar, pero cuando el rey supo que Tristán se había escapado, su odio creció tanto como las llamas que ahora se levantaban delante suyo. Ya a punto de echar a la hoguera a la que había sido su dulce esposa, el grupo de leprosos de Cornualles habló: ¿realmente la odiáis y queréis que muera en un instante?, le dijeron. 

La propuesta de los leprosos era macabra: que les dieran a Isolda la Blonda para vivir entre ellos, para convertirse en una de ellos y ver cómo su cuerpo radiante se iba deformando en una muerte cruel y lenta. Una venganza perfecta que el buen rey Marcos no desaprovechó. Los leprosos se llevaron a Isolda la Blonda pero ignoraban que Tristán bien pronto se la arrebataría de nuevo para llevársela a la profundidad de los bosques de Cornualles.

 

Probar lo improbable

Dos años vivieron en medio del bosque acompañados del fiel Governal. Extrañamente felices, los harapos y la comida primitiva no les molestaban. Pero el veneno del amor no los eximía de los remordimientos y por eso cada noche sus cuerpos desnudos se juntaban, pero sin llegar nunca a tocarse. Una espada separaba los dos jóvenes en señal de castidad. Así fue como se los encontró el rey Marcos cuando descubrió la cabaña. No estaban acurrucados, el uno sobre el otro, entrelazando brazos y piernas como correspondería a cualquier pareja de amantes. Y comprendió. Puso su espada en lugar de la de Tristán separando de nuevo a su amigo y a su esposa. El mensaje era claro, podían volver a casa. 

A su regreso, las voces de los varones no se hicieron esperar. De nuevo pedían el exilio de Tristán, y contra su propio corazón, el rey Marcos accedió. También pidieron el juicio del hierro rojo para Isolda la Blonda, según el cual si decía la verdad, al coger el hierro al rojo vivo su mano quedaría intacta. La bella dama no tembló. Envió un mensaje a Tristán, que no se había marchado de la comarca, pidiéndole que fuese a la playa vestido de mendigo. El día señalado, llegaron en barco al juicio, pero Isolda pidió la ayuda de algún mendigo para no mojarse el vestido. El harapiento Tristán se acercó y cogiéndola entre los brazos la llevó hasta la arena, donde Isolda la Blonda le hizo caer. Ya os imagináis por qué. Al hacer el juramento fue concisa: os puedo prometer que nunca en la vida nadie más que el rey Marcos y este mendigo que acabáis de ver me ha tenido entre sus brazos. El hierro al rojo vivo fue como agua para las manos de Isolda.



  
Un triste final

Recuperada la confianza del rey y cumplido el juramento, Tristán decidió que era el momento de alejarse si no quería volver a traer la desgracia a la vida de su amada. Los amantes se separaron por primera vez. No podían vivir ni morir el uno sin el otro. Separados, no era la vida ni la muerte, sino la vida y la muerte a la vez. En la distancia, los celos aparecieron en sus corazones. Tristán había cabalgado todas las tierras del Mediterráneo ofreciendo sus servicios de caballero en diferentes reinos. Ni un mensaje de Isolda la Blonda. La veía cubierta por las amabilidades del rey Marcos mientras él vagaba por tierras lejanas. 

Finalmente, en el reino de Bretaña aceptó la mano de una dama que, ironías del destino, tenía por nombre Isolda de las Blancas Manos. En el mismo momento que aceptó se arrepintió; cuando la tuvo en la cama nupcial le mintió: no podía darle su cuerpo hasta pasados seis meses. 

No pasaron seis meses que, en una de las batallas que Tristán libró para defender su nuevo reino, otra vez entró el veneno en sus venas. Esta vez, no obstante, no había remedio. No podía ser más desgraciado y en la desgracia, había confesado al hermano de Isolda de las Blancas Manso, ahora su amigo, su tortura. También un veneno, ¡pero este de amor! El leal compañero se enterneció ante la petición que le hacía Tristán: ver a Isolda la Blonda antes de morir. Aceptó el favor y quedó con Tristán en que si volvía con ella, alzaría velas blancas en su barco, y si no podía hacerlo las velas serían negras. 

Tal día llegaba ya Isolda la Blonda para ver a su amante, que la otra Isolda, la de las Blancas Manos, llevada por la rabia de saberse segunda mintió a Tristán diciéndole que el barco de su hermano alzaba velas negras. Allí mismo se fundió el cuerpo del héroe y todavía estaba caliente cuando Isolda la Blonda entró en la habitación. Pero aquel calor era sólo un recuerdo de Tristán, una sombra que ya no volvería a dormir a su lado. Y así mismo, como había entrado, se tumbó sobre el cuerpo muerto de Tristán para morir ella también. No eran nada si no estaban juntos. Y también juntos, moría ahora uno contra el cuerpo del otro. 

Andrea Motis...


Los días de la semana, Hans Christian Andersen

Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.
Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.
Llegó el día, y todos se reunieron.
Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».
Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.
-Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.
Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.
-¡Sí, lo soy! -dijo-. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía.
-Si no les parece adecuado, búsquenme un atuendo mejor.
-¡Ahora voy yo! -dijo Miércoles-. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.
Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza.
-Soy de ilustre cuna -dijo-, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia.
Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.
Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.
Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.
Y todos los días de la semana se sentaron.
Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.
FIN