domingo, 20 de enero de 2013

Cinco veces la flor, Alejandro Aura





Para Angelina
cuatro veces, y una
para Mario Casillas


Una:

No tengo amor.
Vivo este lunes frío para nadie.
En mi corazón hubo fortalezas y banderas;
hoy, que se le busque un brote
una siquiera pequeña banderita verde.
Que alguien se la busque.


Dos:

Alto a la destrucción.
Un momento.
Propongo un pacto general:
que se cultiven flores,
no jardines.


Tres:

Alguien dejó una flor de papel sobre mi mesa,
es linda y morada y verde, gracias.
Esperé una flor toda la vida,
y hoy, martes raspado de melancolía,
no sé de dónde, me ha llegado.
Pinche florecita de papel,
te quiero.


Cuatro:

De las horas más muertas que tenía
tú me sacaste al mundo
y me pusiste a cantar.

No tú dijiste nada
sino tu pelo y tus uñas y tus besos.

Por eso, pequeñita,
platito de arroz,
mientras mi corazón estaba seco
me levanté contento
a quererte con los pies y con las manos,
me levanté otra vez sonando mis tambores.

Dirás que no,
pero hoy me levanté a quererte
y a que tú me quieras.



Cinco:

Miércoles.
Amo la serena paz del árbol.
Pero no soy un árbol,
amo también otras tantas cosas... 

Así es la piel del mar, Expedición Malaespina



En alta mar resulta difícil percibir el paso del tiempo, porque los espacios apenas varían. Día tras día, durante el largo trayecto del Hespérides, el paisaje parece siempre el mismo: un horizonte azul salado que retrocede 1.000 metros por cada kilómetro que avanza el buque. Desde la superficie es difícil imaginar que esa gran masa de agua, aparentemente inmutable, es un organismo vivo, en constante cambio, en constante movimiento. Y es que el océano, como las cebollas (y como los ogros, según Shrek), tiene capas, que están cubiertas por una piel: la frontera donde el océano se convierte en atmósfera (o viceversa), el lugar del que parten todas las miradas y las mediciones a bordo de un buque oceanográfico como el Hespérides.
Las diferencias entre estas “capas” hacen que los científicos de la Expedición Malaspina, el gran proyecto de investigación climática del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), tengan siempre en cuenta la profundidad. Toda la información obtenida se estructura en una gran columna imaginaria: una sección vertical con más de 4.000 m de altura, que comprende las muestras de agua recogidas a distintas profundidades (las capas de la cebolla); datos sobre las corrientes y la presión en cada punto, y también información de la “piel” del océano y la atmósfera que está en contacto con ella. 


Todo eso se consigue gracias a instrumentos especializados en medición y recogida de muestras. En el extremo inferior de la columna trabaja la roseta, el equivalente a una larga jeringuilla con la que los oceanógrafos capturan agua de las capas más profundas y oscuras. Al otro extremo están los captadores, que filtran el aire desde el punto más alto del buque, a unos 20 m por encima de la superficie. En medio, multitud de redes, boyas y sensores.
Entre las herramientas especializadas en el estudio de la película oceánica se encuentra la red de neuston. Este aparato está preparado para capturar los organismos que habitan en los 10 primeros centímetros de agua. A ellos debe su nombre la propia red: los organismos neustónicos (en contraposición a los bentónicos, que viven pegados al suelo, y al plancton, que flota a merced de las corrientes) son aquellos que viven pegados a la superficie del agua, bien por encima de ella (epineuston) o por debajo (hiponeuston).
Los científicos resultaron sorprendidos por la gran cantidad de organismos encontrados gracias a esta red de neuston, particularmente, larvas de peces y crustáceos. Tanto es así que los protocolos de maniobras (la rutina diaria preestablecida) tuvieron que ser modificados de forma que se pudiera largar una red de neuston más cada día. O más bien, cada noche…
Otro aspecto peculiar de esta piel del mar es que su actividad aumenta cuando se oculta el sol: las pescas de neuston son más fructíferas si se realizan de noche. Una posible explicación para este fenómeno es que, en ausencia de luz, muchos organismos suben a la superficie para alimentarse sabiendo que a sus predadores, principalmente visuales, les cuesta más cazar a oscuras. Se decidió que la red de neuston extra fuese largada a primera hora de la mañana, antes de la salida del sol. Eso obligó a los integrantes del grupo de zooplancton, los responsables de la red, a levantarse cada día a las 4 de la madrugada para empezar a trabajar.

Un habitante inesperado

Uno de los moradores nocturnos frecuentes en la red de neuston no era lo que uno esperaría encontrar en medio del Atlántico. Es más, antes de embarcarme en esta Expedición, jamás habría adivinado que existiese tal cosa: un insecto oceánico. Los insectos son el grupo más variado de animales del planeta y están presentes en casi todos los ambientes conocidos. Sin embargo, solo unas pocas especies han logrado adaptarse a la vida en los océanos, aprovechando la tensión superficial del agua para mantenerse a flote.
Un insecto oceánico es el equivalente a un pájaro que no vuela, o un músico sordo: hay ejemplos, pero suponen una paradoja, una excepción. La abundancia inesperada de Halobates micans en la red neuston se convirtió en uno de los datos destacados de la etapa de la expedición en la que participé. No solo xisten insectos oceánicos, sino que además, desempeñan un papel importante en la cadena trófica marina.
Sin embargo, no todos los animales que vimos en la expedición llegaban a nosotros en redes de pesca para ser mirados al microscopio. Otros, bastante más grandes que las 200 micras que discrimina la red de neuston, visitaban de vez en cuando las orillas del Hespérides para amenizar una rutina invariable. Al acabar la jornada, por ejemplo, y mientras disfrutábamos de las magníficas puestas de sol en alta mar, era frecuente ver bandadas de peces voladores escoltando el buque. Los integrantes de la segunda etapa de la expedición del CSIC tuvieron ocasión de observar un pez luna y varios tipos de aves marinas.
Las visitas más inesperadas y, sin duda, las más deseadas, eran las de los mamíferos oceánicos. Pudimos ver delfines en varias ocasiones, pero además, desde el puente de mando del Hespérides ¡se avistó una ballena!

Pulmones dañados

La piel del océano es un gran bazar donde la atmósfera y el agua intercambian todo tipo de elementos. En esta frontera tiene lugar la evaporación del agua y la disolución de los gases de la atmósfera. Entre ellos, el CO2 y el oxígeno, fundamentales para comprender el clima y el proceso de cambio global al que estamos asistiendo. Los océanos han funcionado como grandes sumideros de gases de efecto invernadero. Se calcula que son los responsables de atrapar el 42% del CO2 emitido por la humanidad entre 1750 y 1994. Además, realizan la mayor parte de la fotosíntesis del planeta, hasta el punto de que dos de cada 3 moléculas de oxígeno que llegan a la atmósfera proceden de los océanos.
Sin embargo, esta absorción de CO2 no es un regalo de los mares: como todo, tiene su coste. Por un lado, afecta a la acidez del agua y a los seres vivos que la habitan; pero además, se sabe que la capacidad para capturar CO2 se está debilitando. No solo eso: se teme que el proceso podría invertirse, llegar a un punto en que los océanos empezasen a liberar gases de efecto invernadero a la atmósfera. Es el caso de algunas zonas del océano analizadas por la Expedición: en el desierto del giro subtropical Sur, donde se encontraron valores muy elevados de CO2, el océano es ya una fuente de dióxido de carbono.
Uno de los científicos del CSIC a bordo de la Expedición Malaspina, Antonio Fuentes, decía que: “El verdadero pulmón del planeta no es el Amazonas, sino los océanos”. Además de estudiar la biodiversidad, el gran objetivo de la Expedición Malaespina es evaluar el impacto del cambio climático en los oceános. Su viaje alrededor del mundo se hace imprescindible para que no nos cueste cada vez más respirar.